Hace unos días, mi amigo Txabi Anuzita, Relaciones Institucionales de Unesco Etxea y colaborador de Bilbao Metropoli-30 (entidad en la que trabajo), compartía conmigo un proyecto llamado “La cápsula del tiempo”. Esta iniciativa brinda, a quien lo desee, la oportunidad de que su mensaje sea guardado en una cápsula depositada en un habitáculo de hormigón, a 15 metros bajo tierra. La idea es, si todo nos va bien como especie, abrir esta cápsula y difundir todos estos mensajes dentro de 50 años, concretamente en abril de 2070.

Tengo que confesar que, tras visualizar el breve video en el que se describe esta iniciativa, súbitamente sentí un deseo de compartir un mensaje desde este presente azotado por esta gravísima pandemia del COVID-19 que, a las secuelas sanitarias, ya está sumando las socio-económicas. Sin embargo, he tenido que reposar ese impulso unas semanas para ser capaz de traducir en palabras el cúmulo de emociones que experimento.

Quienes hemos bebido el dulce veneno de la escritura (actividad que comparto con Txabi), somos conscientes de los beneficios terapéuticos que supone expresar, sacar lo que vive en nuestro interior y convertirlo en palabras que transmiten mensajes, ideas, emociones,… Pues bien, con ese objetivo “purificador”, si lo queréis, me enfrento hoy a este folio en blanco con la intención de dejarme llevar por lo que brote.

La primera cuestión que me surge al pensar en el 2070 es que albergo serias dudas de que siga viva en esa fecha. Ahora mismo tengo 49 años y, si los cálculos no me fallan, estaríamos hablando de que rozaría el centenar a mis espaldas. A pesar de los avances médicos y una cada vez mayor esperanza de vida, cuento con muchas probabilidades de haber muerto para entonces. La certeza de mi muerte, la convicción de que mi vida tendrá un final, me coloca de pronto en una nueva tesitura a la hora de abordar estas líneas y me recuerda bruscamente lo esencial de poner en primer línea de nuestra vida lo esencial. Hoy.

Este pensamiento me lleva al segundo aspecto que me ronda en la cabeza y que tiene que ver con lo que es importante en nuestras vidas. Desde que se decretó el confinamiento el pasado 13 de marzo, me siento afortunada por tener la posibilidad de teletrabajar desde mi casa. Digo afortunada en comparación con los dramas visibles a nuestro alrededor, pero eso no implica que esta nueva situación no esté siendo sumamente retadora para nuestra familia: estamos hablando de 4 personas que conviven, trabajan y estudian en un piso, 24 horas día tras día, durante dos meses, sin ninguna posibilidad de relacionarse presencialmente con nadie más. Estaréis conmigo en que constituye un experimento sociológico y psicológico en toda regla.

Pero no quiero ahondar en las dificultades, sino en las oportunidades. Aprovechar para mirar esta nueva realidad de una manera que me gustaría que no se esfumara ese inevitable día en que todo vuelva a “la normalidad”. Porque me resisto a que el regreso al antiguo escenario se lleve o me arrebate parte de lo que ha irrumpido con fuerza en este confinamiento: mi familia y su espacio; el arte de la convivencia; el cuidado; el ocio compartido; la reflexión; la proactividad; el manejo de nuestra vida frente a la vorágine y las inercias no deseadas…

Ahora que se nos ha roto todo, ahora que parece que hemos tocado fondo… ¿no existe una forma más saludable y menos neurótica de vivir la vida? ¿No es viable una vida en la que la faceta productiva no aniquile y provoque la alienación de lo intrínsecamente humano? Se me ponen los pelos de punta, cuando oigo las voces que añoran y reclaman el regreso a la normalidad. Una normalidad que no nos permite cuidar a nuestras familias, que nos exige un ritmo frenético en el que vivimos corriendo sin saber muy bien hacia dónde nos dirigimos, como pollos sin cabeza… Todo esto en una dimensión micro.

¿Y a nivel macro? ¿Queremos retornar a una normalidad de consumismo desaforado, de superficialidad, de expoliación del planeta, de incapacidad para reaccionar ante tsunamis y pandemias y que precisamente nos ha traído al punto en el que nos encontramos hoy?

Recientemente escuchaba que las crisis son parte inherente del sistema capitalista, se nutre de ellas. No es previsible que esta crisis, al igual que la de 2008, nos lleve a otro sistema. Se producirán ajustes, muchos de ellos tendrán que dar una respuesta adecuada a los dilemas entre preservar la salud con menores densidades o apostar con el uso eficiente y sostenible de recursos con altas concentraciones poblacionales en las ciudades; entre movilidad colectiva o individualista; entre seguridad y derecho a la intimidad… pero el sistema reaccionará, provocará algunas modificaciones, pequeños cambios y… todo seguirá igual.

Ahora que la maquinaria del mundo se ha visto extraña y dolorosamente obligada a detenerse ¿somos aún incapaces de reconocer que en las últimas décadas las desigualdades campan a sus anchas? Entre occidente y oriente, entre el norte y el sur, entre personas ricas y pobres, entre personas con trabajo y sin trabajo, entre personas con un salario cuasi-digno y quienes son flagrantemente explotadas o trabajan en la economía sumergida, sin ningún derecho ni protección…

¿Seguiremos sacrificando socialmente a quienes el azar y/o las estructuras económicas y políticas han colocado muchos pasos por detrás de la línea de salida? ¡No quiero regresar a esa normalidad!

Ojalá dentro de 50 años, esté o no esté viva, hayamos aprendido de todo esto y, tanto en el ámbito personal, como social, nuestro rumbo tenga nuevas coordenadas que sitúen al ser humano en el centro de un eje cartesiano donde el reparto de la riqueza, la solidaridad, los derechos humanos y la ecología vertebren nuestro presente y nuestro futuro.

capsula-del-tiempo

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