Tras el paréntesis navideño, afrontamos el retorno gradual a la rutina. Y hoy te propongo reflexionar sobre el significado de la Navidad: ¿realidad o mito?… Me explico.

Quienes hayan cumplido con los cánones establecidos, habrán pasado unas fiestas en las que, en mayor o menor dosis y, sin considerar las manifestaciones religiosas que dan origen a la celebración de estos días, habrán estado presentes las reuniones familiares, los encuentros con amigos/as, el ajetreo de las compras tanto de comida, como de regalos, y un larguísimo etcétera de protocolos culturales que dictan “lo que significa la Navidad” en la sociedad actual. Al menos, superficialmente.

Pero, sobre todo ello, como un velo casi invisible que recubre todo lo que hacemos desde digamos el 22 de diciembre (fecha en la que comienza el maratón con el sorteo de la Lotería), hasta el 7 de enero, se encuentra el mito de que la Navidad es una época de amor, de felicidad, de pensar en el prójimo, de volver a casa (como el emotivo anuncio de Turrones El Almendro…).

Vaya por delante que comparto el mensaje.

Sin embargo, una mañana de diciembre, cuando todavía no había amanecido, me encontré con mi vecina del piso de abajo en el portal, con quien suelo coincidir a esas horas vespertinas, esperando al taxi que tiene acordado para llevar a su hijo, con síndrome de Down, a Usoa a trabajar. Antes le acompañaba el aita, pero desde hace un tiempo está “fastidiado” y es ella la que espera paciente y puntual con su hijo todas las mañanas. Este matrimonio de vecinos míos rondará los 80 años. Son encantadores. Buena gente, sin duda. Como te decía, una de esas mañanas, ella me contó que él estaba ingresado en el hospital y allí ha pasado más de un mes, incluyendo todas las fechas navideñas. Le están haciendo pruebas porque no puede andar, sus piernas no le sujetan.

Aquella mañana de diciembre, antes de las Navidades, después de recibir la noticia, mi primer pensamiento fue sobre lo duro que tenía que ser, tanto para uno, como para otra y para el resto de la familia, pasar las Fiestas así. A pesar de lo duro de la situación, quizá si esto estuviera pasando, digamos en Marzo, tendría un punto menos de dolor emocional que el que tiene en estas fechas. ¿Por qué?

Escarbando, he llegado a la conclusión de que la Navidad tiene una parte de mito. El mito es siempre una creencia que embellece y sublima el objeto mítico; en este caso, sublima la Navidad, como época de paz, alegría, bondad, generosidad y, sobre todo, de felicidad. En Navidad hay que ser feliz. Y punto.

Pero, ¿qué ocurre cuando los problemas de salud o el paro o el duelo por cualquier tipo de pérdida no se esfuman esos días? Y, ¿qué pasa si cada mañana nos despertamos para darnos cuenta de que la Navidad no nos está dando una tregua a esa triste realidad que, en ocasiones, nos toca?

Sin llevarlo a extremos como los mencionados, que nos ocurren cuando nos ocurren, sin saber de calendarios; el hecho de que en estos días se intensifiquen las relaciones familiares y los contactos sociales supone el caldo de cultivo perfecto para que surjan, inevitablemente, conflictos interpersonales. Es como si las personas nos encontráramos, como los niños y niñas, hiper-excitados de tanto evento, de tanto no-parar, de tanto tener todo listo… y, al final, como el besugo o el cordero en el horno, llega un momento que la alarma se dispara y llegan los pensamientos de “estoy hasta… de todo esto”.

A ello, hay que añadirle un ligero sentimiento de culpabilidad inconsciente, primero, por no ser del todo feliz como dicta la Coca-Cola y, segundo, porque encima te recuerdas a Mr. Scrooge, el viejo avaro, quejicoso y pesimista del famoso Cuento de Navidad de Charles Dickens.

No creo que el efecto pernicioso de los mitos sólo se de en Navidad, creo que resulta perjudicial en cualquier ámbito que opere y que nos despegue de la madura y responsable realidad de asumir que la vida no es de color de rosa; que la Navidad no es siempre “dulce Navidad”; que llevar corbata o pisar alfombra en el trabajo no es la panacea del éxito; que la media naranja, los príncipes azules y las princesas Disney no existen y así un largo etcétera.

Pero, ¿por qué pasa esto? Yo creo que porque nos instalamos en lo superficial. Por eso, creo que es necesario desprenderse de ese lastre cultural y social que nos aprisiona con “quasi-obligaciones de buen rollo”. La clave es huir de lo evidente y bucear hacia lo profundo. Dejar de pensar en mí, para pensar más en los demás. Para compartir o, por lo menos para intentarlo. Para sacar a pasear la mejor versión de nosotros/as mismos/as.

dulce-navidad

Quizá dejando de mirarnos al ombligo, el escenario cambie y ya no veamos tantos malos rollos, sino encuentros nutritivos con las personas que queremos y que nos importan; un momento propicio para hacer balance y establecer nuevos objetivos que estén alineados como lo que de verdad somos y queremos. Y añadiría una parte de trascendencia y de generosidad, especialmente para con quienes más lo necesitan. Bastante más gratificante y saludable, ¿no te parece? Me pienso aplicar el cuento… ¿y tú?

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