Joan Garriga
en su libro titulado “Vivir en el alma”, establece una diferenciación entre dolor y sufrimiento, que me parece sumamente interesante y paradójica, porque apuesta por el dolor como antídoto del sufrimiento.

Curiosamente, ante los hechos dolorosos, en ocasiones buscamos formas de sufrimiento inútil que nos protejan de experimentar realmente las embestidas hirientes de la vida y nos refugiamos en la queja, el resentimiento, el victimismo, la venganza, el hedonismo, etc. Sin embargo, estos mecanismos nos alejan de nuestra fuerza y además casi nunca despiertan la compasión natural de las demás personas, sino su incomodidad.

El sufrimiento que nos provocamos molesta a las otras personas porque no respeta la responsabilidad y dignidad entre iguales. Impide la libertad de la persona y despierta el deseo de alejarnos. ¿Por qué lo utilizamos entonces? Porque nos reporta algún tipo de beneficio secundario, que debemos analizar para conocer las raíces últimas de su utilidad.

Sin embargo, ante el dolor genuino se abre de manera espontánea la puerta a la compasión, la humanidad y la solidaridad. Se puede hablar de un sufrimiento inevitable, producto del dolor y un sufrimiento evitable, que es el que experimentamos como resultado de nuestros esfuerzos por evitar el dolor y nuestra incapacidad para aceptarlo.

El sufrimiento surge, así, de la lucha contra los hechos, mientras que el dolor se activa cuando los hechos nos duelen. El dolor es natural, pero cuando tratamos de detener su curso, provocamos un sufrimiento improductivo.

Aunque resulte paradójico, el contacto con el dolor mantiene abiertos los corazones. En ocasiones, el dolor profundo abre la puerta a una vida más plena. Cuando las personas experimentan un gran dolor, en ocasiones ya no necesitan tanto la coraza del yo para defenderse. ¿Para qué, si ya fueron heridas? Pueden quitarse la armadura y convertirse en personas más abiertas, confiadas y confiables.

Sin embargo, tenemos una gran dificultad para entregarnos al dolor, para integrar sucesos difíciles de la vida o pérdidas graves. Como dijo Sartre: “Lo importante no es qué han hecho conmigo, sino lo que he hecho con lo que han hecho conmigo”. La oposición es sufrimiento, el asentimiento es liberación, aunque implique abrirse al dolor.

¿Cómo aceptar entonces el dolor profundo que a veces nos causa la vida? Comprendiendo que no existe otro remedio. Actuando con humildad, deponiendo las armas, confiando y entregándonos.

Harold S. Kushner, rabino judío afincado en Nueva York, escribió un libro llamado “Cuando a la gente buena le pasan cosas malas”. En él expone que cuando eso ocurre, buscamos “explicabilidad”, porque las explicaciones que creamos con nuestros pensamientos tienen una pretensión balsámica. Utilizamos las teorías para calmarnos, para mitigar el peso de los hechos, pero no necesariamente para acercarnos a la verdad. Las cosas ocurren porque sí. Son azarosas.

A veces el dolor de la pérdida de un ser querido nos lleva a no aceptar su muerte. Cuando el dolor nos azota es difícil rendirse a la voluntad del destino. Las personas que sufren grandes pérdidas recorren un periplo de rabia, pena, culpa, enfado, frustración, incluso deseos de morir… Sin embargo, la medida del amor hacia la persona perdida es la aceptación de su propio destino. Cuando, a pesar de la resistencia, se acepta la realidad, respetando y dando un buen lugar en el corazón a lo ocurrido, el duelo se completa y algo se libera.

Photo by Timothy Eberly on Unsplash

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