ACEPTACIÓN

Continuando con las reflexiones de Joan Garriga, en su libro Vivir en el alma, en este post, vamos a analizar el mecanismo de la aceptación, como pura observación, pura curiosidad, sin consideraciones de ningún tipo, sin apropiación, ni rechazo de nada. En palabras de San Agustín: “La felicidadconsiste en el proceso de tomar con alegría lo que la vida nos da y soltar con la misma alegría lo que la vida nos quita”.

En el post anterior, analizábamos como, en aras a proteger nuestro yo, nos inclinamos a adueñarnos de la realidad, a fabricarla según nuestras necesidades personales. Confiamos en nuestra propia grandeza y la convertimos en nuestra apuesta existencial. Nos erigimos en portavoces de lo correcto, de lo bueno, y tratamos de convertirlo “la verdad” para todas las personas y para siempre.

Buscamos lo imposible: permanecer en la orilla y a salvo cuando la vida es zambullirse en el río, nadar con fuerza y luego entregarse a lo que la corriente determine a través de sus rápidos, sus turbulencias, sus meandros y sus silencios.

Todos los seres humanos deseamos ser felices. Nos acercamos a aquello que nos gusta y nos alejamos de lo que nos disgusta, pero el resultado puede ser efímero. La clave consiste en amar lo que es, la realidad y la vida tal como son.

Tipos de felicidad

Existe una pequeña felicidad que depende de que se cumplan nuestros deseos y se alejen nuestros temores. Nos empeñamos, para ello, en que la vida discurra en la dirección de lo que nos mueve, de lo que nos importa, de la consecución de nuestros sueños y deseos.

Existe otra felicidad, la que brilla más intensamente, la que sucede sin motivo, porque sí, que es más estable y no depende del vaivén de la vida. Está relacionada con nuestra capacidad para navegar con los propósitos de la vida, aunque no encajen con nuestros deseos personales. Es la alegría de desprendernos de viejos y pesados ropajes, con independencia de cómo nos va y de cómo son las cosas. Sucede cuando logramos aceptar la vida como es. La oposición a la realidad nos debilita. El dolor nos vuelve humildes y nos hace conscientes de lo que realmente es importante y esencial. Abrirse plenamente a él, aunque parezca un contrasentido, lleva a la alegría de vivir. Esto no implica que las personas genuinamente alegres no hayan estado exentas de tragedias.

Aceptación de la dualidad

Solo la muerte apoya la vida. No podemos hacer una elección parcial, no podemos decir quiero la juventud pero no la vejez, quiero la salud pero no la enfermedad. No es posible. Se trata de asumir todas las dimensiones de la vida.

La vida es una especie de pugna entre el yo y la realidad. Pero la realidad es imperativa y el yo solo puede, en el mejor de los casos, amortiguar el peso eligiendo una conducta. Frente a ello, las personas podemos tener distintos tipos de pensamientos:

a) Los pensamientos consuelo, que nos sirven para reconfortamos del sufrimiento y la contrariedad;

b) Los pensamientos control que utilizamos para enfrentarnos a nuestros miedos, y

c) Los pensamientos de aceptación, que sonríen a la realidad, abrazan los hechos, a veces incomprensibles y dolorosos, a través de los cuales tenemos la oportunidad de crecer.

Enfrentando los problemas

La gran mayoría de problemas y sufrimientos suelen estar relacionados con cuestiones que vivimos en el pasado, y que quizá no hemos podido integrar, elaborar o digerir, es decir, que de una manera u otra rechazamos: “Oposición es sufrimiento”.

Sin embargo, permanecer enfadados con el destino por una enfermedad, problema o revés de la vida es fuente de sufrimiento. Lo que integramos, nos fortalece y nos hace libres; mientras que lo que pretendemos evitar nos persigue. Víctor Frankl, neurólogo, psiquiatra y filósofo austriaco, lo bautizó como “intención paradójica”, que consiste en aumentar aquello de lo que nos pretendemos alejar. Lo que podemos mirar a los ojos y aceptar se convierte en aliado, aunque sea horrible. Séneca apuntaba: “Si consideras de antemano todo lo que puede pasar como si debiera pasar, se atenúa el choque de la desgracia”.

Estamos mal cuando no nos sentimos libres, y no nos sentimos libres cuando nos oponemos a lo que la vida nos trae. Sufrimos por nuestra oposición, ya sea a algún suceso, alguna realidad o alguna persona.

Detrás de cualquier problema o dificultad siempre podemos encontrar la conexión del problema con lo que rechazamos. Es como si el problema intentara hacerle un lugar a lo apartado. Los síntomas y desarreglos son intentos desesperados de decir sí a aquello a lo que decimos que no. Todo nuestro sufrimiento es oposición a algo o alguien que sentimos que no merece nuestra aceptación y cariño, algo que no debería ser así. Todo sufrimiento es consecuencia de un juicio y un déficit de amor hacia lo que es. Es un intento fallido de expulsar algo o alguien de nuestro corazón.

Sin embargo, la clave reside en dos aspectos:

  • Exponernos a nuestras emociones, especialmente al dolor.
  • No esperar nada. Alguien dijo que la felicidad empieza cuando ya no tenemos nada que defender, ni que perder y tampoco nada que ganar ni esperar. La frase “ya nada espero” que suena tan desesperada, puede ser el escalón que nos eleve a la dicha.

En palabras de San Francisco de Asís. “Ojalá tengamos la fuerza para cambiar aquello que es posible cambiar y la valentía para sobrellevar, enriquecernos y crecer con lo que no podemos cambiar. Y, por supuesto, la sabiduría para distinguir lo uno de lo otro”.

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Photo by Tim Peterson on Unsplash

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