Los seres humanos somos seres sociales. La presencia de otras personas ha sido una constante a lo largo de la historia de nuestra especie, y su influencia ha marcado claramente la evolución del ser humano. Una parte ineludible de nuestra supervivencia pasa precisamente por el apoyo y la cooperación que nos ofrecen y ofrecemos a las demás personas. Por eso, siempre hemos vivido en grupos. También hoy nuestra supervivencia y nuestro éxito y nuestra felicidad dependen más de cómo nos relacionamos con las demás personas que de la influencia del medio que nos rodea.

De hecho, hay partes de nuestro cerebro, en concreto, el neocortex (que es la zona encargada de las funciones cognitivas complejas) que está más desarrollada en nuestro caso, que en otras especies. Una de las hipótesis que se ha propuesto al respecto, es la que se basa en la inteligencia social, según la cual, son las demandas sociales las que han provocado ese aumento del tamaño relativo del neocortex. Entre esas necesidades de carácter social se encuentran: la capacidad de prever las consecuencias de nuestras acciones, la posible respuesta de las demás personas, el balance de ventajas e inconvenientes, la necesidad de preservar la unidad, de dar respuesta a los deseos y necesidades individuales de forma más o menos alineada con los del grupo, etc.

A nivel más profundo, nuestros pensamientos, emociones y conductas son también, en gran medida, influidos por los demás. A veces de manera consciente, como cuando nos dejamos convencer o cumplimos una petición de alguien a quién le damos una autoridad sobre nosotros/as, y en otras muchas ocasiones, en la mayoría, sin darnos cuenta.

Hay un famoso experimento que realizó Triplett en 1897 que fue pionero en su campo y que a mi modo de ver, resulta muy revelador. En la prueba se demostró que un grupo de ciclistas que pedaleaba cada uno/a en su bici estática, lo hacía de manera más intensa cuando lo hacían juntos/as, que cuando lo hacía en soledad. Sin que hubiera ningún tipo de interacción entre ellos/as. Sólo por el hecho de estar. Por eso, a este fenómeno se le llamo “efecto de mera presencia”, porque la presencia física de otras personas incrementa la motivación.

Pero para que haya una influencia de los demás, ni siquiera es necesario que estén presentes como en el mencionado experimento, sino que, si antes de tomar una decisión o realizar una conducta, tenemos en cuenta lo que creemos que pensará al respecto otra persona, ya estamos siendo influidos por ella.

Igualmente y a nivel global, compartimos una serie de normas sociales, costumbres, modas, corrientes de opinión, creencias, etc. que forman parte de nuestra cultura o sociedad. Hemos acordado una serie de patrones sobre la manera de conducirnos que, sin duda, resultan de grandísima utilidad para la pervivencia de la estructura social.

Pero lo que me gustaría subrayar es que esta influencia es bidireccional, es decir, que igualmente nosotros/as tenemos influencia en las personas que nos rodean. Existe un gran número de estrategias que, de forma más o menos automática o controlada, ponemos en marcha para influir en las personas con las que nos relacionamos, pero no todas ellas tienen los mismos resultados: algunas resultan positivas y otras tienen efectos negativos.

Siendo más conscientes del impacto que nuestros actos provocan en los/as demás y en el clima emocional que creamos, podemos trabajar mecanismos que nos permitan controlar y gestionar adecuadamente lo que deseamos sentir y hacer sentir a los demás.

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Esto implica en resumen, hacernos responsables de lo que provocamos en las personas con las que nos relacionamos, en lugar de hacer descansar la responsabilidad en las circunstancias o en el prójimo.

Es un reto, ¿verdad?

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