Siguiendo a la psicóloga Cristina Viartola, en el post anterior analizamos cómo aprendemos a sentirnos culpables y cómo la culpa supone un proceso adaptativo que tiene un origen social, cultural y moral. La culpa sana es el sentimiento que nos permite tomar conciencia de que hemos cometido un error, rectificar y aprender de esa experiencia.

Sin embargo, en ocasiones fruto de nuestras experiencias, especialmente en la infancia, desarrollamos una cronificación de ese sentimiento, cuando nuestros actos no lo justifican. Nos estamos refiriendo a la culpa insana.

La culpa insana aparece cuando:

  • Nos sentimos culpables por cosas que ya no tienen solución.
  • Por asuntos pasados en los que, en aquel momento, no pudimos actuar de otra manera.
  • Cuando queremos decir NO o defender nuestros derechos ante otras personas, o en situaciones en las que anticipamos que vamos a defraudar o hacer algún daño.
  • Por hechos que están fuera de nuestro control.
  • Cuando sentimos o queremos ser felices y pensamos que otras personas son infelices. En este caso, seguramente hemos aprendido que la felicidad de los demás es más importante que la nuestra.
  • El conflicto interno se produce entre lo que deseamos y lo que nos prohíbe la norma social o el mandato moral; esto suele provocar emociones como vergüenza, rabia y tristeza. Cuanto más rígidos son los esquemas morales, más fácil es que aflore la culpa y puede ser en dos direcciones: hacia uno mismo (culpa interna) o hacia los demás (culpa externa).
  • La culpa también puede ser una forma de vinculación patológica entre dos o más personas.

El lado oscuro de la culpa suele estar asociado a sentimientos de baja autoestima, creencias irracionales, pensamientos maniqueístas del tipo “blanco o negro” que nos mantienen anclados al pasado. También tiene mucho que ver con la autoexigencia y la necesidad de aprobación por medio del cumplimiento de los mandatos: ser perfecto, ser buena hija, complacer… Existe, por tanto, una especie de crítico interno que nos obliga a comportarnos de una manera determinada, lo cual puede provocar, por debajo de la culpa, emociones de enfado no manifestado o no reconocido.

Las consecuencias de todo ello son: diálogos críticos con nosotros mismos (¨»soy lo peor»); vinculación con personas y situaciones que nos generan malestar; manipular o ser manipulados/as a través de la culpa; cargar con la culpa como una penitencia; recurrir a conductas autodestructivas, etc.

Para superar la culpa insana, lo primero es detectar cuáles son las situaciones cotidianas que nos generan culpa y su secuencia de pensamiento-emoción-conducta. La culpa insana es inmovilizadora porque nos paraliza, ya que no podemos cambiar el pasado. El pasado pasado está. Es necesario aprender a liberarse de las cargas que nos mantienen en ese ciclo y actuar en el presente. Cuando la culpa se dirige al futuro, se convierte en preocupación y es igualmente inmovilizadora.

Sin embargo, sí podemos aprender de lo ocurrido. La clave reside entonces en hacernos cargo de la culpa en el presente transformándola en responsabilidad y en aprendizaje. Es importante permitirnos expresar cuestiones pendientes y aceptar que no podemos cambiar los hechos. Practicar el perdón.

Igualmente, detectar el origen de la culpa puede contribuir a redistribuir responsabilidades trabajando y modificando nuestros diálogos internos.

Conductualmente, tratar de reparar el daño, pidiendo disculpas, compensando, negociando, estableciendo límites.

La culpa, en su vertiente saludable, se transforma en responsabilidad (hacia uno/a mismo/a y hacia los demás), nos permite adaptarnos, sentir empatía, facilitar la reparación del daño causado, reforzar los vínculos con los demás,…¡nos libera!

El reto consiste entonces en identificar nuestros sentimientos de culpa y sus posibles causas e intervenir en ellos gestionándolos adecuadamente y utilizándolos para nuestro crecimiento personal, no para castigarnos insanamente.

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